Mi experiencia, como psicóloga y madre, me ha llevado a la conclusión de que antes de pedir ayuda externa, es importante hacer una reflexión por parte de los padres acerca de los comportamientos que nos preocupan de nuestros hijos.
Y esta reflexión podría comenzar con una pregunta: ¿puede ser algo propio de su edad o de su carácter? Las diferencias no siempre implican un trastorno. Pueden ser conductas propias del periodo evolutivo que atraviesa, como las rabietas cuando no se satisfacen sus deseos entre los dos y los tres años (etapa de negativismo). También puede tratarse de actitudes propias de su carácter (más inquieto o más introvertido) y, a veces, basta con preguntar a los abuelos para descubrir que su padre, madre o tío hacían lo mismo de pequeños.
Es importante tener en cuenta que, hasta alrededor de los siete años, el sistema nervioso del niño no es suficientemente maduro y que, por tanto, antes de esa edad es normal que le resulte difícil concentrar su atención durante mucho tiempo, que olvide algunas órdenes y que tenga dificultad para controlarse cuando está muy excitado.
Después habrá que contrastar la información entre los padres y cuidadores (externos o abuelos) y el centro educativo (educadores, profesores, departamento de orientación…), ya que a veces los comportamientos que tienen con uno de los padres, no los muestran con el otro o con otras personas. Y esto indica la necesidad de llamar la atención o la utilización de pautas educativas inadecuadas. Así mismo, si los problemas se centran en uno de los ámbitos (por ejemplo, el colegio), puede ser la señal de que algo pasa allí y lo mejor es que sea desde ese ámbito desde donde se ataje en colaboración con la familia.
Si el problema se centra en casa, puede resultar útil hacernos preguntas como estas:
. ¿A quién preocupa el problema? ¿A nuestro hijo? ¿A nosotros? ¿Sólo a uno de nosotros?
. ¿Por qué nos preocupa? ¿Por molestia? ¿Nos provoca angustia por no saber cómo atajarlo?
. ¿Puede estar afectando en algo nuestra actitud? ¿Mostramos estrés? ¿impaciencia? ¿Le estamos dedicamos poco tiempo al problema?
Tras pensar en esto, sería conveniente cuestionarnos qué soluciones hemos puesto en marcha. En muchas ocasiones, es más fácil llevar a nuestro hijo al psicólogo para que atajen el problema y ponemos el esfuerzo en “que deje de hacer…”, sin pararnos a pensar en lo que podemos hacer nosotros, algo que es clave.
Y, finalmente, hay que preguntarse si aún nos queda algo diferente por hacer. Si estamos hartos, suele ser de hacer siempre lo mismo, muestra de que lo que hacemos no funciona.
La respuesta a estas preguntas será nuestra guía a la hora de actuar, bien cambiando la forma de enfrentarnos a la situación o demandando ayuda en caso de encontrarnos confusos, desorientados, bloqueados o al límite.
¿Cuándo entonces sería necesario solicitar la ayuda de un psicólogo infantil?
Cuando nuestro hijo muestre un cambio repentino sin aparente explicación, como tristeza, apatía y/o irritabilidad; si regresa a comportamientos que había dejado atrás (como volver a orinarse por la noche); si le cuesta hacer amigos, manifestando excesiva agresividad o demasiada timidez; si tiene miedos, pesadillas o terrores nocturnos; si muestra comportamientos difíciles de manejar (como desobediencia, agresividad o apego excesivo), tics u obsesiones; si tiene problemas de adaptación tras una separación, la enfermedad grave o la muerte de un ser querido, u otro acontecimiento traumático. En algunos casos, esto último se puede prevenir pidiendo ayuda antes, cuando sabemos que el niño va a tener que enfrentarse a determinado tema.
Otras veces serán derivados por el servicio de pediatría ante trastornos físicos sin causa médica (dolores de cabeza, problemas dermatológicos, digestivos), alejamiento excesivo de las conductas propias de su edad o bien aconsejados por el departamento de orientación del centro escolar, ante una manifiesta dificultad de concentración, desmotivación o acoso escolar.
A la hora de pedir cita al psicólogo, los padres deberán estar de acuerdo, y en especial aquellos padres separados, ya que sus hijos menores no podrán ser atendidos sin la autorización firmada de padre y madre.
No obstante, en muchos casos puede trabajarse sólo con los padres, no siendo necesaria la intervención directa sobre el niño, sobre todo cuando son muy pequeños (menores de 5 años). Muchas veces, orientando y fortaleciendo a los padres, la situación mejora considerablemente. Al hacer cambios en las pautas de educación y sentirse más seguros a la hora de actuar obtienen una respuesta favorable en el niño.
Pero, en ocasiones, es conveniente la asistencia del niño -generalmente en edades comprendidas entre los 5 y los 12 años-, siendo ya capaces de adoptar una actitud más colaboradora, siempre y cuando sean conscientes de la razón por la que están allí y la perciban como algo que quieren mejorar. Por ello, es fundamental que antes de asistir se les haya explicado el motivo de la visita.
A lo largo de la intervención será clave la implicación de la familia, padres en primer lugar. En ocasiones, también la de hermanos o abuelos (si pasan mucho tiempo con ellos). A los niños les tranquiliza mucho saber que toda la familia va a trabajar en torno a aquello que preocupa.