Lo importante no es el momento en el que los niños aprenden a pedir perdón y a perdonar, sino que lleguen a adquirir esas virtudes.
Pedir perdón implica reconocer que he hecho algo mal o, lo que es lo mismo, la humildad y afirmación de nuestra propia imperfección: tenemos defectos y fallamos en más de una ocasión. Perdonar supone no tener en cuenta la ofensa que alguien nos ha hecho y dejar de guardar resentimiento por ello.
Hay caracteres a los que les resulta más fácil pedir perdón y perdonar. Serán aquellos niños más espontáneos, impulsivos y centrados en el presente, los que más suelen pedir perdón y a quien más se tiene que perdonar, ya que dicen y hacen muchas cosas sin pensar. Esto es algo que no les dura demasiado, por lo que suelen repetir.
Por el contrario, a los niños más controlados y reflexivos les cuesta mucho pedir perdón y perdonar, ya que tienden a grabar aquello que les dolió y a tenerlo demasiado en cuenta. Además, su terquedad les impide dar ese primer paso, tantas veces necesario. En ellos el perdonar va a necesitar de un aprendizaje.
Para enseñarles a pedir perdón y perdonar habrá que ayudarles a aceptar sus emociones heridas (enfado, tristeza, miedo) y tendrán que aprender a ponerse en el lugar del otro, expresándoles cómo ha hecho sentir a la otra persona su forma de actuar y buscando, antes de juzgar sus acciones, una explicación (casi todas las actitudes y conductas humanas las tienen).
Pero el carácter no entiende de edades, por lo que a los padres nos pasa lo mismo que a los niños. Según sea nuestra forma de ser, nos costará más o menos pedir perdón y disculpar. Y nuestra madurez nos debe llevar a ejercitarlo, ya que el ejemplo será lo único que se les quede a los hijos y no las palabras. Si a nosotros no nos ven hacerlo, va a servir de poco el “pídele perdón al hermanito por …”.
Así pues, una buena ayuda va a ser la de observar cómo los padres se piden perdón después de haber tenido alguna desavenencia entre ellos. También que cualquiera de ellos pida perdón a los hijos cuando ha tenido un comportamiento que les ha molestado pudiendo haberlo hecho mejor.
Pero ellos, los propios niños, son el gran ejemplo para los adultos a la hora de perdonar. Cuántas veces, a pesar de su dolor, perdonan nuestros malos gestos, palabras y mensajes descalificadores o tonos inadecuados. Y lo hacen con un simple cambio en su mirada, una sonrisa o un acercamiento.
No podemos olvidar que podemos comunicarnos con o sin palabras. Y hay personas a las que, teniendo el deseo de ser perdonadas o de perdonar, les cuesta pronunciar la palabra perdón. ¿Entonces qué hacen? Dirigir una mirada amable a la persona ofendida, acercarse a ella como buscando volver a la normalidad en la relación sin echar nada en cara.
Ya desde pequeños, nos es más fácil reparar en los defectos de los demás antes que en los nuestros (entre los hermanos muchas veces vemos cómo critican cosas que ellos mismos hacen). Es verdad que tenemos toda una vida para mejorar, superarnos, corregirnos y adquirir virtudes. Pero, mientras esto llega, la comprensión y el aliento han de ser más frecuentes que los reproches.
La familia es escuela del perdón. Cuando el niño se siente perdonado y experimenta la alegría desbordante del amor, entonces tiene más facilidad para abrirse al perdón total, profundo y gratuito.
A los creyentes puede ayudarles reunirse en familia al final del día y rezar juntos el Padre Nuestro, parándose en: “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”, aprovechando para pedir perdón a los cercanos por aquello que haya podido dañarles durante el día. Cuando uno pide perdón o ha perdonado, ¡¡¡ duerme mucho mejor¡¡¡¡